Margarita

Margarita es una mujer que llegó a Argentina con su marido desde Bolivia. Piso este suelo hace veinte o treinta años, hoy tiene casi sesenta. Vive en Güemes, un barrio periférico de General Rodríguez. Antes vivió en Ramos Mejía. Sus casas son los únicos lugares que conoció durante muchos años. Es como si hubiera quedado suspendida en el tiempo. No tiene agua. No tiene gas. Se cocina en una olla que calienta con maderitas, en su casilla en el medio del campo. No tiene cloacas, no tiene baño. Muchas cosas no tiene. Hijos, familia. El año pasado murió su esposo y quedó sola. Sola y sin documentos. Él si tenía, pero a ella nunca la dejó hacer los trámites. Mujer, boliviana, ilegal.

Sus vecinas la ayudan porque la quieren, fue así que la llevaron a la Parroquia de la Medalla Milagrosa, para que pueda comer durante el fin de semana, buscar ropa, conocer otras realidades también. Ahí fue donde la conoció mi mamá. Al principio era tímida y parecía que tenía miedo. Un día se puso a llorar y escondía su cabeza entre los brazos. Hoy ya casi no va por sus problemas de salud. Pasa los días en su casa. Esta es solo una historia entre todas las que existen en rincones perdidos de todo el país. Personas recluidas en barrios alejados sin urbanización, en campos. Que no tuvieron acceso a la educación. Que no tienen un trabajo digno. Con dolores en su cuerpo, sin poder sanar. Mujeres negadas, maltratadas. Tal vez lo único que vieron desde que llegaron al país es el propio barrio en donde viven y nada más. No conocen un hospital, una escuela, el centro de la ciudad. No tienen su documento de identidad.

Personas fuera de la estructura de la democracia. Es como un limbo, un sistema los expulsa y otro no los recibe: un hoyo negro de marginalidad.